lunes, 19 de noviembre de 2007

GRACIAS POR LAS ARMAS, JULIO


Armas secretas, disparos disfrazados. Surge la noche espesa, presagio de tragedia. La cobarde marioneta del Rey acecha al inocente. Haces de luz de luna iluminan levemente el escenario. El perseguidor impaciente rastrea sin descanso. Tras unos árboles, protectores momentáneos, aguarda gimiendo el acusado, con el corazón palpitando al compás del miedo. El verdugo, con orgulloso porte, ignora la injusticia que se acerca. Su búsqueda implacable triunfa a la medianoche. Víctima y asesino encuentran sus miradas. Uno, con valiente tristeza. El otro, con el desdén de los que desconocen la grandeza de su traición. El disparo, camuflado en la justicia y el honor, vence la trinchera de piel y carne. El honorable caballero se desploma inevitablemente, las manos contra el pecho, intentando detener el dolor, la sangre, el final. Fue entonces cuando pudo comprender la magnitud de su error. De la tierra cansada de cosechas y batallas, asomaron verdes cabellos angelicales. Luego las pálidas frentes y varios pares de ojos de raro brillar; la luz natural que emergía de ellos le recordaba esos amaneceres rosados, que aunque cotidianos y hasta similares, no perdían jamás su bella perfección. Finalmente se mostraron íntegros sus cuerpecitos desnudos, de extraño color dorado, matizados por unas mejillas levemente anaranjadas. Los ángeles rodearon el cuerpo, ya sin latidos y lo elevaron como si fuera algodón entre sus delicadas manos brillantes, regresando a su desconocida morada. El verdugo, desconsolado y conciente de la fatalidad, comenzó a llorar lágrimas anhelantes de perdones, copiosas gotas de sincero pero inútil arrepentimiento.

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